En cierta ocasión, un joven, un tanto alterado, se acercó a un viejo monje que estaba meditando bajo las ramas de un árbol, al borde de un río, diciéndole:
-“¡Es terrible monje! ¨Regreso de la ciudad imperial y sólo he visto por todas partes violencia, robos, niños maltratados y hambre. En el palacio imperial, quienes rodean al emperador, se dejaban llevar por los más bajos instintos. En la ciudad, las calles están sembradas de inmundicias y olían mal ¿Qué se puede hacer? ¿Qué debo hacer?”
-“Siéntate aquí conmigo” -dijo el sabio.
Estuvieron allí mucho rato, en silencio, hasta que el monje se levantó y se llevó consigo al discípulo hasta el camino. Empezaron a andar en silencio y, se dieron cuenta de la belleza y la fragancia de las flores, de la robustez de los árboles, hasta que llegaron a un pueblo al mediodía, donde la gente estaba descansando y todo irradiaba paz. Al cruzar el pueblo, el joven murmuró:
-“Que extraño, esta mañana la gente se peleaba y gritaba”.
Siguieron caminando y más tarde vieron un campo en el que los soldados descansaban, y el joven susurró:
-“No lo entiendo, hace unas horas estaban guerreando y ahora están tan tranquilos”.
Al día siguiente, en la madrugada, el viejo monje y el joven llegaron a Pekín. Las calles estaban limpias, la gente iba tranquilamente a sus asuntos y el aire fresco despejaba el olfato. Pasearon un rato por el palacio imperial, y luego se sentaron en el patio. El emperador se acercó a ellos sonriendo y dijo:
-“Hoy es un día de paz y de amor.”
En el camino de regreso, el joven no pudo contener su sorpresa:
-“¿Cómo es posible este cambio, si ayer mis ojos solo veían por todas partes muerte y negatividad?”
-“¿Cómo es posible este cambio, si ayer mis ojos solo veían por todas partes muerte y negatividad?”
-“¡OH, muy sencillo!” -dijo el monje- “Lo que tú eres se refleja a tu alrededor. Y dondequiera que vayas ves tu propia realidad.”